Camino sobre el suelo mojado de una calle sin salida que me conduce a 18 caminos con diferentes destinos, pero todos grises.
No soy capaz
de controlar mi cuerpo. Éste camina separado de mi mente por una delicada capa
de inconsciencia que tranquiliza a la vez que hiela. Cada paso que doy me
acerca al final y me aleja de mí.
La
tenue luz de las
farolas apacigua el miedo que se esconde en cada esquina. Giro unas
cuantas
calles pero no logro encontrarme, tan sólo consigo marear cada latido en
mi
pecho y éste, harto de tanto movimiento innecesario, vomita emociones
dañinas. Quiero desvanecerme como aquella luz del farol que se pierde en
la
lejanía del infinito, como la estridente melodía de una moto
fugaz, como las respuestas que huyen tras plantear la pregunta adecuada…
Es entonces cuando mi alrededor se convierte en una casa vacía, de luces
fundidas y muebles apolillados. Me visitan miradas cabizbajas que duran un segundo a
mi lado. Nadie repara en mí y es que, ¿Quién iba a percatarse de la presencia
de un cuerpo exhausto y de expresión muerta? La vida queda lejos de esta calle
y ninguna señal parece indicar el camino hacia ella.
El suelo, cual imán, atrae mis pupilas haciendo imposible
escapar de su hipnotizante hechizo. Pisoteo cada sueño y lo veo morir ante mis
pies, incapaz de dar marcha atrás para rescatarlos. Son papel para la lluvia
que cae desde una nube de desdicha.
Sorprendentemente, despego mis ojos del suelo y el cielo
llora sobre mi cuerpo cansado. Me resulta imposible distinguir si el líquido
que recorre mi descuidado rostro son lágrimas del cielo o lluvia de mis ojos. Mis párpados son ahora una niebla creciente
que no deja ver más allá y los sonidos se difuminan hasta escuchar simplemente el
latido de mi corazón.
Parece ser que he llegado a mi destino. Me desvanezco…