Aún no he aprendido a decir que no. Es posible que me haya
acostumbrado a sentirme obligada a complacer y que eso reduzca las posibilidades
de mis acciones, al igual que la de mis propios pensamientos.
Me cuesta tomar decisiones, mucho. Prefiero que las tomen por mí mientras me
dejo llevar por la vía del amoldamiento. Es realmente cómodo, pero sólo a
veces, porque no siempre toca acomodarse en un sofá. En ocasiones toca
acomodarse en la esquina más afilada de la ciudad en pleno invierno, pero aun
así, el decir que no, se antoja una opción con infinitas trabas.
Una de las consecuencias de esta rutina insana es que para evitar la sensación
de obligación, lo mejor parece ser buscar la salida de emergencia más cercana.
Aunque yo la llamaría “salida preventiva” porque la emergencia surge cuando ya
se ha expuesto la decisión. Esa salida preventiva consiste en huir de las
personas o situaciones que tienen que ver con la decisión antes de verme
forzada a tomarla. Pero una vez que huyo, me vienen a buscar aquellos que me
extrañan por mi ausencia, lo cual me genera un sentimiento de obligación a
volver.
Suelo ahogarme cada vez que dicen mi nombre. Es posible que sea por eso por lo
que he aprendido a ensordecerme. Me rompí los oídos gritando por dentro.
Estallaron y ahora sólo se escucha un eterno pitido que se asemeja al sonido de una de
esas máquinas de hospitales que tienen los enfermos. En realidad eso demuestra
que sigo con una rutina insana. Sigo enferma y la mente me pide reposo, pero,
¿Qué más se puede hacer?
Me parecía una crueldad tapar las bocas ajenas y pensé
que mutilar mis sentidos era la solución adecuada para dejar de escuchar sus
sentimientos, pero las gargantas se lastiman igual con una afonía que con una
palabra no dicha. La verdadera solución era desde el principio aprender a decir
que no, pero ya es demasiado tarde para aprender. Las enfermedades no se curan
cuando alcanzan su estado crónico. Aun así me consuela saber que pocos se
acercan a los enfermos y que si lo hacen, es para decir adiós.