Estoy en un bosque verde, pero lúgubre. Está anocheciendo y
parece que el ocaso no viene acompañado de la luz de la Luna. Camino muy
despacio hasta encontrar una salida. Mis pies dejan su huella en el suelo
embarrado. La cola de mi vestido blanco hielo las difumina y deja tras de sí un
camino fresco y llano. Sigo caminando con la mirada fija en el horizonte.
Parece que hay un lago. Su agua no se mueve. Me acerco a la orilla con
expresión seria, inamovible. Me paro en seco para orientarme. Me miro por
dentro y escucho la paz de fuera. Todo está muy quieto, mecido por un canto secreto.
No quiero romper esa armonía putrefacta y perfecta, pero tengo que seguir mi
camino. Sumerjo un pie en el agua. Destruyo sin remedio el espejo de la
naturaleza. Ya no veo mi rostro si miro hacia el suelo. Ahora construyo ligeras
ondas que llegan a la orilla en forma de tempestades. He llegado al centro del
lago. Estoy tan cerca del final del camino como del principio. Lo sé, pero
vuelvo la mirada hacia atrás para cerciorarme. Mi cuerpo acompaña el giro y
vuelvo a ser inerte. Veo en el extremo del que partí, unas siluetas de humo.
Lucen y se mueven con el aire. Son mi familia, las distingo. Se acarician sin
tocarse y bailan al compás de los árboles. Parecen felices, y es entonces cuando
comprendo que se trata del pasado. No puedo acercarme a ellos. Estoy presa
en el centro del lago. Esta imposibilidad de llegar a mi destino me atrapa.
Pertenezco a lo que está perdido. Con ese pensamiento me doy cuenta de que el
agua que me cubría la cintura, ahora se arrima a mi cuello. No llueve del
cielo; llueve de mí. Mis lágrimas me están ahogando. Yo he llenado el lago en
el que he quedado atrapada. Me estoy muriendo mientras veo la sonrisa de lo que
una vez fue mi hogar, pero no quiero luchar por volver a ser vida. Me
convertiré en una estatua en el espejo de mi alma sumergida. Me despido con los
ojos cerrados. Os dejo una silenciosa muerte inadvertida.
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